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Libro - EL HAREN PEDAGÓGICO / Violencia y diferencial sexual en la escuela
Yolanda jb / Martes 23 de mayo de 2006
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VIOLENCIA Y DIFERENCIA SEXUAL EN LA ESCUELA

Autoras: Graciela Hernández Morales y Concepción Jaramillo Guijarro Publicado en el libro El harén pedagógico. Perspectiva de género en la organización escolar. Ed. Graò, Barcelona. 2000

Los seres humanos somos seres sociales, lo que viene a significar que comprendemos el mundo, damos forma a nuestras ideas, nos expresamos y existimos gracias a las relaciones que establecemos con otras personas. Esta necesidad primaria de relación es un hecho relevante al que no siempre se le presta la suficiente atención. Sin embargo, profundizar en él es fundamental para entender qué son y por qué se producen manifestaciones violentas, así como para valorar aquellas prácticas que de un modo u otro las hacen impensables (Rivera, 1998).

La relación implica intercambio. Para que el intercambio sea posible es necesaria cierta disposición para escuchar y atender lo que otras u otros tienen por decir y aportar; así como cierta capacidad para expresar lo que se quiere, se es, se piensa y se siente.

Relacionarse implica también conflicto, porque en el intercambio se ponen en juego formas diversas de posicionarse ante las cosas y el mundo, las cuales, con mucha frecuencia, no son coincidentes. Los conflictos no conllevan necesariamente confrontación o enfrentamiento, sino que nos dan cuenta de la existencia de palabras, deseos y experiencias diversas que necesitan de mediación para que puedan ser dichas, escuchadas y reconocidas.

La búsqueda de mediaciones requiere partir de sí (Piussi y Bianchi, 1996), es decir, que cada cual hable desde su experiencia, se ponga en juego en primera persona (Rivera, 1994), y preste atención, desde ahí, a lo que el otro o la otra aportan. Significa también la voluntad de tender puentes con el fin de hacer comprensibles las diferencias, no para llegar a consensos o para que lo más conflictivo se calle, sino para que las relaciones se puedan dar sin miedos o cortapisas.

Detrás de cada manifestación de violencia hay siempre un conflicto provocado por las diferencias: diferentes opiniones, valores, aspecto, cultura, raza, origen, sexo, forma de estar, de vivir, etc. El conflicto provocado por las diferencias se convierte en violencia cuando hay personas que las interpretan, no como una riqueza, sino como una expresión de inferioridad de “lo otro”. El origen de la violencia es, pues, la incapacidad de reconocer al otro o a la otra. Este sentimiento lleva a vivir las diferencias como una amenaza, un estorbo o un motivo de inquietud y sus consecuencias van desde la ignorancia o negación de las otras personas, hasta la infravaloración o la exclusión mediante formas diversas, entre las cuales, la agresión física es la más extrema. (Jaramillo 1999).

Debido a algunos cambios sociales recientes (la llegada y el asentamiento de personas procedentes de otros países) y a los cambios de la propia escuela (el paso de la escuela segregada a la mixta, la ampliación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años, la integración en los centros de alumnas y alumnos con necesidades educativas especiales), en ella hoy conviven alumnos y alumnas entre los que hay una gran disparidad. A la diversidad de procedencias, culturas, situación económica, social y personal, hay que sumar la propia de un espacio social en el que conviven diferentes generaciones: personas adultas, niñas, niños y jóvenes.

Todas estas circunstancias hacen de la escuela un espacio que se caracteriza por la heterogeneidad de quienes lo habitan. Un espacio en el que se hace más necesario que nunca cuidar las relaciones con el fin de que las diferencias sean una riqueza, una ocasión para el intercambio y el aprendizaje mutuo y, por el contrario, no se vivan como algo que dificulta la labor del profesorado y, en general, la vida escolar.

Violencia sexuada

La interpretación jerárquica de las diferencias y la aceptación de la violencia como un método legítimo para resolver los conflictos que éstas provocan, tiene su origen en la dificultad de reconocer la primera de las diferencias que viene dada en el mundo, que es la diferencia sexual. Una parte importante de nuestra tradición cultural ha pretendido silenciar esta diferencia al reconocer sólo la existencia de un sujeto “neutro”, sin sexo, desde el que se ha definido la categoría de lo humano. Pero hoy sabemos que este sujeto no es asexuado porque esa definición de lo humano sólo ha contemplado la experiencia masculina del mundo. Un mundo que incluye también a las mujeres, pero no como personas que tienen su propia experiencia, sino como una parte de él que no tiene voz propia y que, por tanto, tiene que ser definida por otros. (Sau, 1986).

La incapacidad de reconocer a las mujeres como sujetos que pueden decirse y decir el mundo desde su experiencia, las ha situado en el lugar de “lo otro” inferior, complementario o subordinado y, en lecturas más recientes, igual. (Diótima, 1996). Desde ese neutro-maculino se ha construido un orden simbólico y social patriarcal que acepta la violencia como medio para resolver posibles conflictos provocados, ya no sólo por la diferencia sexual, sino por cualquier otro tipo de diferencias. Una violencia que se manifiesta de modos muy diversos que van desde la exclusión hasta la agresión física, pasando por todas y cada una de las formas de discriminación que conocemos.

Por eso, se puede afirmar que la violencia no es neutra sino que es sexuada, de sexo masculino (Instituto de la Mujer, 1998), porque en su origen está la incapacidad de reconocer la primera diferencia (el otro sexo). Esto no quiere decir que la violencia esté determinada biológicamente, pero si que está unida a la experiencia histórica de los hombres y a su manera de relacionarse con las diferencias.

Quien usa la violencia instrumentaliza las relaciones, usa a las personas para alcanzar determinados fines o logros, sin prestar atención a las necesidades ajenas, sin importarle demasiado el proceso para lograr lo que pretende. Entiende, además, que quien más tiene y más poder ostenta, más vale. Por eso, la violencia tiene que ver con el poder, en tanto que conlleva jerarquía y dominio. Para quien lo tiene es una forma de mantenerlo e incrementarlo, para quien no lo tiene es un modo de hacerse valer, hacerse escuchar y lograr cierto control sobre otras personas.

En definitiva, “ejercer violencia es imponer pensamientos o valores con la fuerza, es hacerse valer con el miedo, es no entrar a dialogar, es excluir e infravalorar todo lo que pone en cuestión el poder de quien la pone en marcha y la utiliza.” (Instituto de la Mujer, 1998).

La vinculación de la masculinidad con la violencia no forma parte sólo del pasado. Desde el punto de vista educativo, es preciso profundizar en las razones por las que niñas y niños, aún siendo socializados y educados en contextos familiares, escolares y sociales comunes, tienen actitudes y comportamientos significativamente distintos en su relación con las diferencias. (Miedzian, 1995)

En la vida escolar seguimos encontrando expresiones de violencia originadas por la dificultad de los niños de reconocer la diferencia sexual. A través de muchos mecanismos, y no sólo en la escuela, aprenden que la diferencia de los sexos no es realmente de los sexos, sino que las diferentes son las niñas, mientras que los “normales”son ellos. Con este aprendizaje, muchos creen que pueden hacer comentarios de todo tipo, incluida la burla, sobre el cuerpo de las niñas, o que pueden subirles la falda o tocarlas sin su permiso. Pero a muchas de estas situaciones se les resta importancia o se las interpreta como fruto de una curiosidad natural. De este modo se normalizan actitudes y comportamientos que significan violencia hacia ellas y, en general, hacia las mujeres.

A los niños se les enseña todavía a no llorar, a ocultar sus sentimientos, su miedo o la propia vulnerabilidad y como consecuencia de ello, aprenden a utilizar la fuerza como medio para resolver frustraciones o conflictos y a poner en un segundo plano los sentimientos, las necesidades ajenas y las relaciones con otras personas. Su socialización y educación aún no ha superado un modelo de masculinidad que incluye como uno de sus referentes principales el culto y la fascinación por la fuerza y la pretensión de omnipotencia. Aprenden así una forma de relacionarse con “lo diferente” que no sólo no se cuestiona, sino que, en muchas ocasiones, les otorga reconocimiento y visibilidad. En este orden de cosas, es cada vez más frecuente ver niñas y chicas recurriendo a la violencia para hacerse escuchar, para dejar de ser las víctimas y para buscar ese reconocimiento.

Sin embargo, esta forma de ver la realidad, aunque ha impregnado gran parte de nuestra cultura y ha tenido mucha fuerza simbólica, nunca ha abarcado al conjunto de la experiencia humana; de hecho podemos observar que existen formas diversas de ser hombre y de ser mujer, unas más libres que otras y en contextos de mayor o menor justicia social. Junto a esto, está cada vez más extendida la idea de que es innecesario el uso de la violencia para que los hombres sean considerados "hombres de verdad". (Bonino, 1999).

El lenguaje de los derechos

Para hacer frente a la violencia en todas sus formas, nuestra sociedad ha creado el lenguaje de los derechos, el cual ha permitido evitar muchas discriminaciones al considerar a todas las personas iguales ante la ley. Sin embargo, los derechos no garantizan por sí mismos que las personas se reconozcan, se valoren, se escuchen y se expresen. Por otra parte, junto a su extensión a un número cada vez mayor de personas, se ha producido cierta confusión entre dos realidades bien distintas: "la igualdad de derechos" con "todas las personas son iguales".

Desde esa misma lógica, se confunde con cierta asiduidad “la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres” con “hombres y mujeres son iguales”. Lo primero tiene que ver con la necesidad de justicia social y de reconocer que unos y otras están capacitados para realizar las mismas tareas y ocupar los mismos espacios. Pero, detrás de lo segundo se suelen esconder ideas difusas que no siempre se corresponden con lo real. (Mañeru et al., 1996)

Por ejemplo, la afirmación “hombres y mujeres son iguales” sirve para no reconocer abiertamente que la violencia es un patrimonio más masculino que femenino, o para que este hecho pase desapercibido o no se considere significativo. Incluso tratándose de formas de violencia que tienen como protagonistas siempre a hombres y cómo víctimas siempre a mujeres, pocas veces se habla de violencia masculina o de violencia contra las mujeres, tal y como sería de esperar. Lo que suele suceder, más bien, es un acercamiento a estas situaciones como si fueran neutrales, acuñando términos que evitan relacionarlas con uno u otro sexo.

Con cierta frecuencia, cuando se dice que “hombres y mujeres son iguales” se está diciendo realmente que las mujeres han de ser iguales a los hombres, han de asumir sus actitudes y valores para tener el mismo reconocimiento social. Todo ello contribuye, por un lado, a invisibilizar a las mujeres o a hacerlas visibles sólo en la medida en que son discriminadas, oprimidas o víctimas; y por otro, a mantener intacto ese referente neutro-masculino al que nos hemos referido antes. Esta no es una cuestión baladí, ya que se ha escrito mucha historia, se ha hecho mucha política y se han elaborado muchos criterios pedagógicos en función de esta premisa.

Cuando se analiza la violencia sin tener en cuenta la diferencia sexual, se deja en la insignificancia la experiencia histórica de las mujeres que nos habla, no sólo de aceptar, sino de reconocer “lo otro” diferente, utilizando para ello la relación y la mediación de la palabra. Una práctica de las relaciones que hace civilización porque es lo que nos permite vivir humanamente (Librería de Mujeres de Milán, 1996). A través de esta experiencia, muchas mujeres han aprendido la importancia de prestar atención y cuidar a las demás personas y también la necesidad de exteriorizar los sentimientos, de reconocer los miedos y limitaciones, aceptando lo que nos caracteriza como seres humanos (hombres y mujeres): la necesidad de ir al encuentro del otro o de la otra para entrar en relación de intercambio, no porque seamos seres incompletos, sino porque somos seres carentes. (Jourdan, 2000).

Esto muestra la necesidad de dar relevancia a la disparidad humana para facilitar que cada cual, sea mujer u hombre, hable desde su experiencia, porque éste es el único camino para reconocerse y expresar deseos propios, sin necesidad de acatar, sin más, las expectativas impuestas. Sin esta práctica, no es posible ver todas las dimensiones de cada conflicto. Para que éstos salgan a la luz de un modo no destructivo es necesario ir más allá de un “te escucho porque te respeto o porque tienes derecho a que se te escuche” para llegar a un “qué podemos hacer tú y yo, qué acuerdos y qué mediaciones necesitamos, para que nuestra disparidad no sea un obstáculo sino una fuente de aprendizaje, de reflexión, de transformación”. O sea, abrirlos y hacerlos circular en su raíz, en la relación.

Prácticas que previenen la violencia

En las primeras etapas de la educación obligatoria, en las que hay más maestras que maestros, se tiende a aplicar un modelo educativo que valora al alumno o a la alumna en su totalidad, intentando no separar ni jerarquizar los aprendizajes cognitivos e intelectuales de los afectivos, físicos y relacionales. De esta manera, se presta también más atención a la particularidad y por ello se acepta con más facilidad la diversidad que existe entre el alumnado, fomentando y potenciando las relaciones entre escolares que ayudan no sólo a aceptar o tolerar las diferencias, sino a relacionarse con ellas. Porque al aceptar la particularidad, se acepta también que no hay un modelo de “normalidad” al que aspirar o parecerse y las diferencias no se jerarquizan.

Este modelo educativo tiende a ir perdiendo relevancia al llegar a la secundaria, etapa en la que se convierte en prioridad la transmisión de conocimientos académicos. El profesor o profesora deja de tener una función educadora para tener una función docente y el alumno o la alumna dejan de ser considerados en su totalidad y en su particularidad para valorar principalmente su interés, su motivación y su capacidad para el aprendizaje de las materias que se enseñan. En este modelo, la diversidad se convierte en un problema porque se espera del alumnado una respuesta única: que se interese por el estudio, y quienes no muestran este interés (generalmente más alumnos que alumnas) se convierten con mucha facilidad en “conflictivos”. Los aspectos relacionales de la enseñanza pasan así a formar parte del currículum oculto y en lugar de potenciar y fomentar el intercambio, la relación, la convivencia, se considera necesario regular la vida escolar a través de normas y reglas generales para mantener un cierto orden que garantice a los centros cumplir con la que se considera su misión principal: la transmisión de conocimientos.

Este tránsito de la educación a la enseñanza, del magisterio a la docencia, significa no sólo un cambio en los objetivos y contenidos, sino un cambio en las prácticas educativas que se desplazan desde la lógica de la autoridad, hacia la lógica del poder. La distinción entre poder y autoridad es muy útil, aunque a veces resulte difícil hacerla porque el simbólico del poder ha tendido a confundirlas.

En la educación, la autoridad hace referencia a la capacidad que el profesorado tiene de enseñar. Y esta capacidad depende de su competencia académica, pero sobre todo de su disponibilidad para ponerse en relación con las alumnas y los alumnos y de que ellas y ellos le reconozcan como una persona de la que pueden aprender. Es esta autoridad la que permite enseñar y aprender, mientras que el poder sirve para aprobar y suspender, pero no necesariamente supone un intercambio de conocimiento o un aprendizaje (Jourdan, 1998).

La práctica de la autoridad otorga más recursos para resolver los posibles problemas de la disparidad y está al alcance de todas las personas, tengan o no poder (no por casualidad fue reinventada por las mujeres). No se trata de una práctica nueva porque está y siempre ha estado principalmente en la experiencia de mujeres enseñantes. Pero como tantas otras experiencias de las mujeres de ahora y de la historia no han sido recogidas y tenidas en cuenta. Lo nuevo, por tanto, es hablar de ellas, darles nombre y reconocer el valor pedagógico y transformador que tienen (Mañeru, 1997).

La escuela es un espacio social y de relación en el que, además de otros contenidos escolares más o menos académicos, se aprenden fundamentalmente formas de estar, de comportarse y de relacionarse con las demás personas. Prevenir la violencia en la escuela contribuye a que la vida escolar sea fuente de bienestar para todas y todos. Además, también proporciona a las alumnas y a los alumnos una experiencia de relación que tiene una gran transcendencia en los demás espacios sociales en los que se desenvuelven en el presente y lo harán en el futuro.

El sentido común y la experiencia indican, que cuanto más en cuenta se tenga en la institución escolar la convivencia y las relaciones entre quienes la componen, más impensable será la violencia. Cuando analizamos situaciones de violencia en la escuela y en la vida social en general, nos damos cuenta que sólo podrían haberse evitado teniendo en cuenta las necesidades, los sentimientos, los deseos y las expectativas de las personas que las protagonizan. Y esto sólo puede hacerse a través de la escucha, la comunicación y el diálogo, es decir, mediante la relación que utiliza la palabra como mediación (y no la fuerza) y que tiene como fin el intercambio (y no la imposición). A continuación explicamos algunas de las dificultades que suelen presentarse en las relaciones que se dan en la comunidad escolar y algunas propuestas para mejorarlas.

Las relaciones con las familias

La presencia de padres y madres en la escuela es un hecho que, en determinadas circunstancias, permite al profesorado comprender mejor las necesidades, dificultades y estrategias a seguir con cada alumna o alumno. La propia LOGSE reconoce la importancia de la vinculación de las familias a la vida escolar y prevé fórmulas para que pueda darse.

Pero la ley no puede garantizar que la relación de madres y padres con la escuela se dé de forma fluida. A veces, para el profesorado, su presencia es más bien un estorbo, porque puede suponer más trabajo, o más dificultades. Así mismo, y quizás de modo contradictorio, su ausencia se considera falta de interés y un signo de despreocupación. Es como si no se supiera muy bien qué hacer con esa relación para que resulte provechosa.

Madres y padres, profesoras y profesores, cada cual con características propias, se dedican a la misma función social, la de educar y ayudar a crecer a niñas y niños. Esto, en lugar de ser considerado como una posibilidad real de intercambio, se vive a menudo de forma competitiva; y, entonces, la experiencia ajena no se ve como una fuente de aprendizajes y de nuevas preguntas que facilitan y estimulan el trabajo; es más, se la juzga desde una serie de criterios previos y ajenos a la propia relación.

No es extraño, por ejemplo, que cuando un profesor o profesora se coloca sólo como profesional de la enseñanza, considere que su formación avala su palabra y su saber, y que un padre o una madre sin la misma formación carece de la autoridad suficiente para poner en cuestión lo que se hace o se deja de hacer en el aula. Este planteamiento lleva a pensar que la participación de madres y padres debe consistir en recibir información y escuchar las recomendaciones que les da el profesorado. En esta concepción, las propuestas e iniciativas de las familias no tienen cabida y se quedan sin espacio para poner en juego en el ámbito escolar aquello que saben.

Del mismo modo, es más o menos común, que padres y madres consideren que su participación en la escuela ha de consistir básicamente en presionar para que se eduque adecuadamente a sus hijos e hijas. Detrás de esta actitud suele haber desconfianza o temor ante los modos de hacer de la escuela, lo que se traduce a veces en exigencias y en una necesidad de supervisar el trabajo del profesorado. Desde ahí se tiende a hacer juicios teniendo más en cuenta lo que otros y otras comentan que lo que cada profesor y cada profesora tienen por decir.

Así mismo, tanto las familias como el profesorado no sienten reconocida socialmente su labor, a la vez que perciben cierto desbordamiento por un exceso de exigencias, ya que observan como gran parte de la sociedad les pide que resuelvan el conjunto de los problemas existentes. Pero esta situación no les lleva necesariamente a la complicidad, más bien al contrario, a veces, reproducen esta falta de reconocimiento. De este modo, las familias se convierten para las escuelas y viceversa, en una especie de chivo expiatorio, un lugar donde encontrar las causas de los problemas y al cual exigir que se pongan medidas efectivas que los resuelvan.

En definitiva, cuando todo esto ocurre, en el lugar de la escucha, del apoyo mutuo, de la búsqueda de estrategias conjuntas, se sobreponen las criticas, las exigencias, e incluso el silencio. Lo que produce, además, que se escondan los miedos, dificultades y en ocasiones aquello que se sabe. En ese contexto no es extraño que el interés por las notas o los contenidos académicos a impartir cobren protagonismo sobre otros aspectos educativos.

Junto a esto, es significativo el hecho de que son más madres que padres quienes acuden a los centros educativos, y quienes muestran mayor interés. Aunque los padres asumen cada vez más responsabilidades, siguen siendo ellas quienes de modo predominante se hacen cargo de esta función.

Con todo, se responsabiliza fundamentalmente a las madres de las conductas violentas o las malas notas del alumnado, incluso se las llega a culpabilizar por realizar otras actividades y desarrollar otros aspectos en sus vidas al margen de la maternidad. Este tipo de actitudes está vinculado en el fondo, con un modelo idealizado de madre que circula en la sociedad con mucha fuerza y que no se corresponde con lo que ellas, en lo concreto, viven y sienten. Por otra parte, la menor implicación, desinterés o ausencia paterna no se cuestiona con la misma fuerza y, en ocasiones, es incluso asumida y aceptada.

Este modo de valorar la figura materna y paterna minimiza las repercusiones negativas que tiene en chicos y chicas una relación deficitaria y, en ocasiones nula, con el padre; y no ayuda a que niños y niñas vean en sus madres una referencia positiva.

Es necesario, por lo tanto, desprenderse de prejuicios, interesarse por lo que cada madre o padre realmente aporta y necesita, y decir la verdad sobre lo que, como profesor o profesora, se hace, se sabe y se siente. Desde ahí es más fácil que la relación entre las familias y la escuela sea más real, abierta y fructífera.

Las relaciones entre el profesorado

En las relaciones entre el profesorado tampoco es fácil decir la verdad, o sea, aquello que realmente se siente, se sabe y se hace. Es común que en este tipo de interacciones se superpongan clasificaciones y baremos que vienen de fuera y que limitan la posibilidad de expresión y escucha, ya que no han sido elaboradas desde lo que cada cual realmente es, aporta y necesita.

Estas clasificaciones se expresan, por ejemplo, en el distanciamiento entre quienes llevan muchos años trabajando en la enseñanza y quienes inician esta andadura; también cuando distinciones como tener o no tener una licenciatura, tener o no tener una plaza fija, se convierten en un obstáculo para la relación. Por otro lado, tampoco es raro que en muchos claustros se formen bandos encontrados que, con cierta frecuencia, están vinculados en positivo o en negativo con el equipo directivo.

Todas estas clasificaciones se dan cuando los prejuicios, el prestigio o el dominio, se ponen por delante del intercambio y de la búsqueda de mediaciones; lo que siempre implica ciertas dosis de violencia. Violencia que se pone de manifiesto de formas diversas. Por ejemplo, cuando se presta menos atención a quien tiene menos formación, menos experiencia o menos edad; cuando no se apoya a quienes manifiestan tener problemas en el aula, o cuando no se facilita la creación de espacios para intercambiar experiencias (que no información). Y todas estas situaciones se producen entre personas que ocupan la misma posición dentro de la estructura escolar, es decir, que tienen el mismo poder. Lo que viene a significar que la distribución igualitaria de poder no facilita la interacción desde otro lugar, desde la autoridad (Jourdan, 1998).

Situarse en el poder supone también defenderse, lo que lleva a esconder o disfrazar lo que pasa en un aula como una manera de evitar interferencias y juicios por parte de los otros y las otras. De este modo, lo que pasa en cada clase no sale a la luz, impidiendo que las demás personas puedan conocer nuevas prácticas y aprender de ello.

Estas actitudes no implican sólo dificultad para ver en el otro o la otra una fuente de aprendizaje, sino algo más elemental: que cada profesor y profesora reconozca y dé nombre a sus propias dificultades, deseos, aciertos o frustraciones. Esto contribuye a la burocratización del trabajo, ya que a falta de una medida que proviene de la propia relación, los papeles y las medidas impuestas desde fuera ganan protagonismo.

Por lo tanto, para reconocer aquello que ya se sabe (Piussi y Bianchi,1996), para poder aprender con lo que el otro o la otra aporta y para poder dar una medida sensata a la acción educativa, es vital una relación de intercambio y colaboración. Y para ello no es necesario que todo el claustro esté de acuerdo en todo, o que todo el claustro trabaje conjuntamente en todo; basta con poder establecer una relación significativa con, al menos, un compañero o compañera. Una relación que permita actuar con medida, o sea, atendiendo a aquello que realmente se tiene y es viable, dejando de lado la sensación de que nada se puede hacer, o de que nunca se hace lo suficiente. Esto da energía e incentiva la creatividad, diluye el cansancio y la sensación de impotencia cuando las cosas se hacen difíciles o insostenibles en el aula y, sobre todo, no da cabida a la violencia.

Las relaciones entre el alumnado

Entre escolares se dan conflictos cuyo origen no está en la escuela sino que viene del exterior, como por ejemplo no aceptar a determinadas chicas o chicos porque su aspecto, su imagen, su origen, su cultura, su religión, etc., son diferentes de los de la mayoría. Este tipo de conflictos suele tener mucho que ver con ciertas modalidades de liderazgo que reproducen estereotipos vinculados a la masculinidad: el valor de la fuerza física, de la rebeldía, de la agresividad, del dominio sobre otras u otros. Y que a su vez van unidos a una falta de reconocimiento de aquellas personas a las que se considera diferentes y a las que se define sólo por negación, interpretando sus comportamientos o sus formas de ser en términos de debilidad, sumisión, vulnerabilidad.

En otros tiempos, este tipo de liderazgo era sólo admitido en chicos, pero hoy está disponible para todo aquel o aquella que acepte estos criterios como suyos; por eso no es difícil observar chicas que también se apuntan a este modelo y chicos que aún perteneciendo a minorías culturales o de otro tipo, son aceptados como líderes en el momento en que adoptan esos patrones de comportamiento.

Este estilo de liderazgo es, sigue siendo, reforzado de un modo u otro no sólo en la escuela sino en otros contextos sociales. Las formas en que se manifiesta son muy variadas: por ejemplo cuando a los chicos se les valora más cuanto más fuertes y más grandes son; cuando en las actividades físicas o deportivas se prefiere a éstos y se excluye a las chicas o a los que no dan la talla; cuando las ganas de estudiar y los buenos resultados académicos no son motivo de reconocimiento porque se interpretan como signo de sumisión; cuando no se valora a las chicas en su conjunto sino sólo por su atractivo sexual para los chicos; cuando no ir “a la moda” o distinguirse de la mayoría en el aspecto físico es un motivo de crítica o de no aceptación; cuando expresar los sentimientos se convierte en muestra de debilidad ... Este tipo de actitudes, cuando llevan al liderazgo y al reconocimiento, acaban por convertir en “normal” aquello que no sólo no lo es (en el sentido estadístico), sino que no es deseable. Además, con ello se contribuye a alimentar sentimientos de superioridad, que son el origen de toda violencia.

Las relaciones con el alumnado

Las relaciones entre el profesorado y el alumnado son de una gran disparidad natural e institucional y oscilan siempre entre la autoridad y el poder (Jourdan, Clara, 1998). De esta disparidad surgen muchos conflictos. Uno de ellos es que, con cierta frecuencia, y especialmente en la educación secundaria, el alumnado no reconoce la autoridad del profesorado. Este suele ser un conflicto originado más por alumnos que por alumnas y se dirige más frecuentemente hacia profesoras. En él influyen varios factores, por un lado, que la educación es obligatoria y que hay muchos alumnos (más que alumnas) que están en la escuela sin querer estar; por otro, que la labor educativa, sigue siendo una labor poco reconocida socialmente, una falta de valoración que el alumnado también reproduce.

Estos conflictos, si no se prevén y si no se actúa sobre ellos, acaban expresándose y viviéndose de forma violenta. Y sus manifestaciones son muy diversas: enfrentamientos con el profesorado, comportamientos que molestan, “boicoteo” de las clases, acciones agresivas contra las instalaciones, que, en muchas ocasiones, sólo se atienden cuando ya es demasiado tarde.

Cuando surge este tipo de problemas, en muchas ocasiones se atribuyen a un exceso de confianza con el alumnado, a un no saberse imponer, acusaciones de las que las profesoras saben mucho. De este modo, se proponen soluciones como ser “más duro”, hacerles saber “quien manda”, es decir, utilizar el poder que todo profesor o profesora tiene. Sin embargo, es un hecho que el poder no resuelve este tipo de problemas, al contrario, genera más violencia.

Así sucede, por ejemplo, cuando se valora al alumnado sólo por sus resultados académicos y las notas se viven como una manera de premiar o castigar. También cuando ante alumnos y alumnas “conflictivos” (que no tienen interés en las clases o en el estudio o que crean problemas de disciplina) se interviene sólo en el momento en el que ya han aparecido problemas graves de comportamiento, imponiendo normas generales o recurriendo a sanciones (expulsiones, “sermones”, amenazas.... ).

Estas respuestas de la institución, en lugar de solucionar los problemas, suelen ser generadoras de violencia y acaban afectando, de un modo u otro, a toda la comunidad escolar. Por un lado, son vividas por quienes las sufren como muestras de exclusión o falta de atención a sus intereses o necesidades (es decir, más violencia). Por otro, al ser normas impuestas, suelen alimentar la voluntad de transgredirlas o sentimientos de rebeldía que se dirigen no sólo hacia el profesorado o la institución, sino hacia el alumnado que no es “conflictivo” y que se ve obligado a aceptar una dinámica de funcionamiento que no le tiene en cuenta. Además, estas respuestas son poco educativas, en el sentido de que muestran la incapacidad de tratar los conflictos derivados de la diversidad.

Y así se producen paradojas muy significativas, por ejemplo hablar en clase de la importancia de valores como el respeto a las diferencias, la convivencia, la cooperación, etc., sin atender a lo que ocurre en la propia clase, convirtiendo los valores en una teoría más por aprender y dando lugar a que en el discurso se acepten actitudes que luego no se practican.

Esta confianza en el poder a la hora de regular la convivencia, no presta atención a otros modos de estar, de comportarse y de relacionarse que también están presentes en la escuela y que la experiencia muestra que son mucho más eficaces: la mediación en los conflictos, la cooperación, la relación, la escucha.

La labor educativa se hace siempre en relación; la atención, el cuidado y la promoción de las relaciones que se dan en clase forma parte del trabajo de enseñar. Los conflictos que aparecen en estas relaciones competen al profesorado, dado su papel mediador en todo lo que acontece en el aula. Por eso es imprescindible diagnosticar la composición del grupo-clase y prever las posibles dificultades de motivación, de relación y de integración que pueden darse en ese grupo. No es suficiente partir sólo de diagnósticos individuales o de posibles dificultades de aprendizaje, sino que hay que observar con detalle las relaciones que se dan en el aula, con el fin de facilitarlas. Sólo a través de ellas, las alumnas y los alumnos aprenden no sólo a aceptar o tolerar las diferencias, sino a relacionarse con ellas.

Las primeras etapas en la formación de un grupo-clase son cruciales para fomentar las relaciones y afrontar los posibles problemas que puedan aparecer. De esta manera, se actúa desde el principio y no sólo en el momento en el que ya han aparecido problemas graves de comportamiento o de disciplina, porque entonces ya sólo parece posible recurrir a sanciones. Fomentado y practicando las relaciones el alumnado puede desarrollar estrategias, recursos propios y buscar mediaciones para expresar sus necesidades y deseos. Y para ello, también es necesario que el profesorado sepa y quiera escuchar.

Si las alumnas y los alumnos tienen los recursos necesarios y la posibilidad de expresar sus necesidades (que nunca serán homogéneas, siempre serán diversas), entonces es posible “contratar” o “acordar” las normas de funcionamiento y convivencia, normas que regulen los límites y lo que no es tolerable. Y para ello hay que partir siempre de cada clase concreta porque sus circunstancias y su realidad cambian en el tiempo y de un aula a otra. De esta manera se facilita la escucha y la atención a las diferencias y no se ocultan los conflictos, sino que se habla de ellos. Esta forma de actuar enseña a las alumnas y a los alumnos a responsabilizarse de lo que ocurre en una clase y seguramente a rechazar la violencia como solución aceptable.

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