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Carta autobiográfica al patito feo
Autora: Dora Alonso
Yolanda jb / Domingo 12 de noviembre de 2006
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Querido patito:

Te debo esta carta desde hace muchísimos años: tantos, que entonces yo leía solamente libros dedicados a los niños y usaba en la escuela las cuentas de madera de un ábaco.

Por aquella época, el pueblo donde yo vivía era tan chiquito que con cuatro aguaceros se inundaba; cosa que las ranas aprovechaban para celebrar su festival de coros, dirigidos por Casilda, nuestra antigua conocida de Cantel. Durante esos días, el vecindario se animaba, los niños no perdíamos ninguno de los conciertos y las ranas de mi pueblo se hacían célebres.

Mi casa, de madera y techo de tejas, era muy espaciosa. Contaba con patio y traspatios y muchos árboles y flores. A la sombra de los árboles y ante el pasmo de gallinas y gallos, abría el pavorreal su cola de abanico, graznaban gansos, volaban palomas y trinaban pájaros. Pero mis preferidos eran otros: Miguelín, un cernícalo que adopté al caerse del nido, y el conejo Alfredo Molina.

Miguelín vivió siempre bajo el alero del corredor y, al crecer, resultó un camorrista desorejado. Aun estando harto, se lanzaba como un pirata contra lagartijas y guayabitos, sin hacer el menor caso a mis reprimendas. Miguelín sólo respetaba al gato. En cuanto al conejo, tenía muy buen carácter. Su gran debilidad se manifestaba ante una hoja de col: al recibirla pegaba tales saltos y triplesaltos que, más que un conejo, el joven Molina resultaba un gimnasta.

Quiero señalarte, patito, que yo era una niña fea. Cosa de suma importancia en esta historia. Me miraba al espejo de mala gana, pues, enseguida, aparecían en él mi nariz pecosa, el pelo, más que lacio, alicaído, y una figura delgaducha, desteñida, sin gracia, para la cual no valían galas ni modas.

La belleza, patito, es un precioso don de la naturaleza. Quien la posee parece llevar una luz que a todos encanta. De ella sólo recibí el leve destello de un fósforo.

Por todo lo expuesto comprenderás que yo era una muchachita triste, tímida y acomplejada; si bien trataba de ocultarlo al mostrarme risueña e indiferente. Emulaba con Miguelín, apelando al engaño de aparentar desenvoltura y formas de aventajado camorrista.

Para mantener tan vigorosa personalidad y en el intento por hacerme respetar, hasta donde fuera posible, de los burlones de la escuela y el barrio, aprendí a manejar el tirapiedras con igual destreza que manejara Robin Hood el arco y las flechas; a trepar a los árboles ágilmente y segura como un camaleón y, sobre todo, a sobresalir como lanzador en el equipo infantil de pelota. Lo que, en aquella lejana época y tratándose de una mujercita, dejaba boquiabiertos al resto de los jugadores, varones todos. Debo agregar que cabalgaba como un vaquero, ya que mi familia era gente de ganadería, y casi toda formada por excelentes jinetes.

Ya declaré la verdadera razón de semejante cartel de arrogancia, patito. Servía para encubrir mi apocamiento al conocer, desde muy temprano, que mi presencia despertaba la risa de los compañeros de escuela y de juegos, y un insufrible sentimiento de lástima en los mayores. Para sentirme en paz, buscaba casi todo el tiempo la compañía de los animalitos y los árboles. Ellos parecían no dar importancia a mi enclenque figura, mis larguísimas piernas de flamenco, mi voz ronca, mi carita fea... Me querían por mi leal apego: les daba de comer, los regaba, inventaba para ellos fabulosas historias que parecían escuchar respetuosos y entretenidos. Sin contar que, más bravía y resuelta que el cernícalo, siempre estaba dispuesta a defenderlos de quienes los maltrataran. Viejos y serviciales arrenquines, potros briosos, puerquitos, terneros y cabras, además de cuanto bicho con plumas habitaba el patio, me tenían por uno de los suyos.

Tal como lo describo eran las cosas para mí, cuando, al cumplir mis diez años y entre otros regalos, recibí un libro de cuentos. Uno de ellos refería la historia de un patito, feo como yo; amargado, como yo. ¡Tan sin nada los dos, patito! Decía el cuento que, junto a mamá-pata y sus lindos hermanitos, el pequeñuelo soportaba la pena de su fealdad. Al saberse motivo de burlas y bromas pesadas, recurría a la fuga para refugiarse en el campo y allí se amigaba a las codornices y a algún anciano buey sabio y comprensivo.

La lectura de esa narración, que realizaba instalada a mis anchas en las ramas cercanas a la copa de un añoso tamarindo, me hizo cavilar por tratarse de un caso que me afectaba directamente, y formularme una pregunta: ¿Por qué, dentro y fuera del libro, nadie parecía entender algo tan sencillo como que tanto el patito como yo no habíamos escogido nuestro lamentable aporte al ornato del mundo? Éramos feos, sin derecho a cambio o devolución, lo que se me figuraba una gran injusticia. Y lo peor: ignoraba a quién debíamos reclamar o cargar la culpa del desaguisado.

Mientras leía el cuento y razonaba de esa forma, lloraba a lágrima viva. Tu pena, patito, era la mía y te acompañaba y sufría contigo. Pero algo cambió al llegar al final del relato; al saber de qué modo dos grandes, bellísimas alas blancas te elevaron sobre el corral hasta situarte en el espacio azul, entre la luz más pura. Sentí con ello, pequeño amigo, algo suave y dulce penetrar en mi pecho y sosegarlo. En ese instante -nunca lo olvidaré- surgió en mí, con el deseo impetuoso de obtener tu misma suerte, mi primera esperanza.

Todavía mi memoria recoge la emoción de aquel nuevo sentimiento. Una idea seguía a la otra y presentí confusamente que toda ayuda debía esperarla de mí misma, de mis propias fuerzas y sin huir ni avergonzarme. En lo alto de mi silvestre lugar de lectura me afirmé en el propósito de hacerme valer, pese a mis muchas desventajas, entre los venturosos elegidos de la belleza. A los diez años comenzaba a entender lo que hoy afirmo: La vida es generosa y a todos ofrece cabida, caminos y horizonte, siempre que no perdamos el valor o no nos falle la voluntad.

Aquel día, al cerrar el libro, bajar del tamarindo y tomar tierra, me sentí otra. Lejos de atormentarme y sufrir por lo que no estaba a mi alcance componer o disimular, me dediqué a observar todo lo hermoso y bueno que iba descubriendo a mi alrededor, para luego tratar de describirlo en mi cuaderno escolar. Así llegué a muchacha, con la aspiración de ser escritora -que es otra manera de volar-, y, a pesar de no poder hacerlo bien al principio, no cejé; seguí adelante con firmeza y valor, sobreponiéndome a las muchas dificultades que hallara en el largo camino de los años.

Hoy, patito, creo ser una escritora hecha, aunque no muy derecha ya, que te escribe, recuerda y agradece de todo corazón.

Dora Alonso

Dora Alonso nació en Máximo Gómez, provincia de Matanzas, Cuba, en 1910. Su trayectoria como narradora, poetisa, dramaturga y periodista la hizo merecedora en 1988 del Premio Nacional de Literatura de su país. Su amplia producción destinada a los lectores infantiles y juveniles abarca diversos géneros: poesía (Los payasos, La flauta de chocolate, Palomar, El grillo caminante), cuento (El libro de Camilín, Tres lechuzas en un cuento, Ponolani), novela (El cochero azul, El valle de la pájara pinta, Juan Ligero y el gallo encantado), teatro (Teatro para niños, Doñita Abeja y doñita Bella) y testimonio (Gente de mar).

Enviado por: María José titiritera de SOL Y TIERRA: http://www.solytierra.com/

Fuente: CUATRO GATOS http://www.geocities.com/Cuatrogatos4/carta.html

Ilustración de Richard Bennett It’s perflectly true and other stories Hans Christian Andersen New York: Harcoyrt, Brace & World, 1938



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